La dignidad es una palabra que nos lleva a la raíz “dignus”, que en latín significa merecedor. Y a “dek” que en indoeuropeo nos remite a aceptación.
Dice el diccionario que su significado hace referencia al valor del individuo como ser humano. En otras palabras, toda persona debe ser respetada por el hecho de ser persona y en ningún caso unos merecen más respeto o consideración que otros.
Si entendemos que somos valiosos, dignos y merecedores de nuestra valía, por el sólo hecho de ser personas, ¿por qué entonces ponemos tantas condiciones para ese reconocimiento?
¿Por qué medimos si cumplimos o no con los objetivos que se plantean para nuestro desarrollo? ¿Por qué somos descalificados si no entramos en el promedio estándar? Y no me refiero sólo a las notas como parte de una vida académica. Me refiero a medir si un bebe cumple con lo esperado porque gira o no, porque se sienta o no, porque camina o no, porque habla o no, a determinada edad. Y dejamos de contextualizar, de observar las particularidades y formas irrepetibles que cada uno/a de nosotros/as tiene para estar en el mundo…
Si creemos que toda persona es digna, las comparaciones, la evaluación y la estandarización no tendrían lugar. Si realmente queremos sostener que todos somos merecedores de reconocimiento, entonces no deberíamos necesitar medir que se cumplan o no expectativas externas.
Podría haber lugar a la diversidad, desde una práctica genuina. Podríamos aprender a reconocer todo lo que SÍ nos habita, más que la falta o la carencia…
Creo que la sensación de ser digno, viene de una aceptación incondicional. Y las niñas y los niños la necesitan tanto como el agua. Necesitan de una mirada amorosa que no culpabiliza, que no enjuicia. Una mirada de entendimiento del proceso de ir haciéndonos a nosotros/as mismos/as, que pasa por una gama inmensa de emociones y estados. Dejar de condicionar, de calificar, de comparar.
En tantos procesos de ser testigo de uno/a mismo/a que he acompañado, y por supuesto en mi propio proceso que continua, regreso, siempre, a esa herida que necesita seguir sanando, de los requisitos que hemos recibido para ser considerados como “buenos/as”, “válidos/as” y aceptados/as. Siempre en función a expectativas externas, de casa, de la escuela, del trabajo…